Revés oscuro
Opinión miércoles 17, Jul 2019Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- “Stranger Things” se ha convertido en una de las series más importantes y populares de nuestros días (en el fin de semana de estreno de su reciente temporada rompió records de audiencia en Netflix al ser vista por poco más de 42 millones de personas de las que sólo 18 millones terminaron de ver la temporada en ese mismo lapso)
Más de una vez me he topado con personas que advierten: “yo cuando me enojo soy cosa seria”. Expresiones similares sirven para evidenciar el miedo que quien las profiere pretende evadir enfatizando una perogrullada. Sí, todos compartimos una naturaleza animal e instintiva, de la cual, el enojo, la ira, es una expresión aterradora; porque busca serlo, porque es su función en términos de supervivencia y porque es el testimonio más claro de la poca distancia que podemos tomar de nuestras más primitivas necesidades.
A pesar de haber nacido de manera casi fortuita, en un verano que pintaba para pocos contenidos atractivos y como una apuesta de la que se esperaba muy poco en sus inicios, Stranger Things se ha convertido en una de las series más importantes y populares de nuestros días (basta con señalar que en el fin de semana de estreno de su reciente temporada rompió records de audiencia en Netflix al ser vista por poco más de 42 millones de personas de las que sólo 18 millones terminaron de ver la temporada en ese mismo lapso). Desde su primera entrega esta serie se ha destacado por el excelente cuidado de su fotografía y su narrativa visual, por las profundas referencias al cine y la ciencia ficción de la época de los 80 y por el modo tan atinado y detallado en que devuelve a la realidad, en toda su textura, lo que significaba ser niño en aquellas épocas (bueno, eso me dicen, yo no había nacido entonces).
Tras una primera temporada que irrumpió en el mercado del straming de total imprevisto y una segunda que logró dar un paso adelante, aunque sin muchísima más propuesta; la tercera entrega de esta serie es, por mucho, la mejor de todas. La más atrevida, la más sugerente, la más oscura en las honduras que explora, la más clara en las narrativas que construye y la que nos ha dejado en uno de los mejores cliff hangers (es decir, uno de los mejores suspensos televisivos) de las épocas recientes.
El complejo lenguaje visual desarrollado en este proyecto por los hermanos Duffer, plagado de referencias y recursos a clásicos del terror como Lovecraft, Stephen King, Hitchcock y Poe, y la escritura consciente y coherente, convencida de la lógica interna de las series de ciencia ficción, de esta temporada elevan la serie a una nueva categoría. Quizá, como parece consecuente, sólo para establecer el escenario de un gran final para una gran serie.
En lo personal hallaba la serie interesante y entretenida pero sin mayor chiste. Buena para el verano y nada más. Ahora, gracias a su reciente entrega, creo darme cuenta de lo que está en juego en ella y la problemática de nuestra época con la que se corresponde. Me parece que en el fondo, esta serie, como buena alumna de Lovecraft, explota el temor del ser humano por el propio ser humano. Disfrazado en la metáfora de un ente desconocido (el Mind Flayer), el verdadero enemigo y villano de esta serie es el propio ser humano; el ser humano encerrado en su Upside Down (la dimensión alterna oscura que se alimenta de nuestra dimensión operativa que pretende ser feliz en el día a día).
Desde principios de la reflexión filosófica el estatuto ontológico del Bien ha sido un tema central del gran diálogo que es la Historia del Pensamiento. Los griegos, Platón, le daban una condición divina, aspiracional, extramundana; Aristóteles, aunque con una visión más apegada al ejercicio social y contextual del bien, termina dejando la puerta abierta para una especie de Bien ideal, siempre distinto del bien posible. La Edad Media ordenará esta búsqueda del Bien a su búsqueda por Dios y encontrará en Él, el verdadero asidero de su existencia. La Modernidad no cambiará en mucho el modelo medieval, aunque tendrá que enfrentarlo y contrastarlo con un Nuevo Mundo que pone en tela de juicio todo lo que se creía conocido sobre el Universo, echará mano de la ciencia como lenguaje divino y querrá encontrar en ella el camino para la moral misma. La Ilustración (quizá una especie de Hipermodernidad) llevará este modelo a sus últimas consecuencias dejándolo, irónicamente, más cerca del desuso que de su consolidación final. Y ahí llegamos nosotros, los hijos de la Modernidad y la Ilustración, a convertirnos en escépticos de que el Bien existe como una entidad real, a defender y construir sobre la noción de que el bien es una cuestión contextual, histórica, epocal, incluso, (y eso sí es terror de la vida real) relativa.
A la par de esta historia, por supuesto, se construye una historia del Mal como entidad, porque claro, valdría preguntarse si el Mal es también una entidad real. En esta historia Agustín de Hipona es el más destacado interlocutor, pues frente a la filosofía maniqueista que defendía que el Bien y el Mal eran dos entidades reales que se encontraban en constante lucha, Agustín observa que defender tal postura es poner al Bien y al Mal en el mismo nivel, como asumiendo que tienen los mismos poderes y facultades. Claro, esto es impensable para uno de los Padres de la Iglesia Católica, quien nos hereda una hermosa solución: el mal no existe por sí mismo, el mal es el modo en que llamamos a todos aquellos lugares (momentos, ocasiones, espacios) en los que el Bien está ausente.
Ni tan ingeniosa y sorprendente solución, empero, logra escapar del modelo actual que predomina en nuestras culturas: la negación de la entidad del Bien y el Mal. Asunto que, podría pensarse, es irrelevante. Sin embargo, solucionar si existen el bien y el mal más allá de lo que cada quién pueda considerar como bueno o malo es crucial para responder a la pregunta que todos nos hemos hecho alguna vez: ¿para qué hacer el bien?¿para qué ser una buena persona? ¿hay alguna recompensa a ser un “buen” ser humano o son todo patrañas?
La cuestión, lamentablemente, no puedo solucionarla yo (ni la Historia de la Filosofía de manera definitiva y contundente, para tal caso). Sin embargo, sí puedo explorarla desde el Mind Flayer, este personaje ficticio que habita una dimensión alterna y que se alimenta de seres humanos para crecer más y más. El modo en que lo hace, como vimos en la tercera entrega de Stranger Things, no parte de las condiciones orgánicas de los seres humanos exclusivamente sino que incluye sus carencias y vicios emocionales y psicológicos. Los asimila desde sus miedos, sus humillaciones, los abusos sufridos (y luego perpetuados hacia otros, a modo de desquite), las carencias afectivas, las carencias físicas e incluso desde las carencias socioeconómicas (valdría inferir). Así, el Mind Flayer (la versión meramente conceptual del Mal como entidad) se alimenta de nuestra propia humanidad. Convirtiéndonos en lo más aterrador que existe en el mundo. Convirtiéndonos en nuestra peor amenaza de aniquilación, denigración, destrucción, dominación, humillación y, en una expresión, nuestro peor depredador. Afortunadamente, aunque nosotros no contamos con una superheroína como lo es Eleven en esta serie, sí podemos evitar que el Mind Flayer de la vida real (suponiendo que exista) se alimente de nosotros.
Nuestra condición de humanos es, me parece, neutral por naturaleza, serán las experiencias, la educación, el contexto, los valores, las herramientas, las oportunidades, el afecto, la ayuda, la construcción, la fortaleza, el empoderamiento y muchas cualidades más que componen la historia personal las que determinen si alimentamos con nuestras acciones al Mind Flayer o no.
Seamos honestos, todos alimentamos aunque sea en algo mínimo a esa entidad oscura que vive en nosotros y que puede poner en riesgo nuestra propia existencia y, claro, sería ingenuo pensar que podemos acabar de tajo con ella o con las actitudes que la engrandecen. Lo que sí podemos hacer es romper con las fuentes de energía de las que le proveemos; podemos encausar nuestro actuar no a nuestro lado oscuro, sino al lado positivo y constructivo de nuestra humanidad; no al que pervierte la educación sino al que la promueve, no al que destruye la cultura sino al que la enriquece, no al que limita sino al que fomenta la libertad de otros, no al que quita oportunidades, sino al que abre caminos a la felicidad.
Quizá no nos toca definir qué son el Bien y el Mal o solucionar la pregunta por su existencia o no, sin embargo, eso no quiere decir que debamos caer en relativismos (en pensar que es cosa de cada quien) porque éstos no solucionan nada, sólo extienden el problema y lo hacen más peligroso. Acá, creo, lo que hace falta es que nos aventuremos a construir ejemplos de bondad, de cultivar valores y de cooperación, que nos atrevamos a poner en diálogo nuestras convicciones para que, poco a poco, sumando las opiniones de cada uno, lleguemos a una respuesta. “Eso es muy poco realista”, dirán algunos, y puede que tengan razón pero, al menos yo, prefiero caminar en la dirección de un Bien mal descubierto e inacabado que en la de un Mal bien constituido y evidente.
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