Océano de nada
Opinión miércoles 7, Oct 2020Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- La Maldición de Hill House nos propondrá una reflexión sobre el miedo, sobre su raíz en el trauma (en el trauma infantil en este caso) y sobre el océano de nada en el que puede convertirse cuando nos permitimos abrazarnos por él
Con la próxima llegada de La Maldición de Bly Manor a Netflix y como previo a la época del año que promueve las series y películas de terror, al fin decidí acercarme a la aclamada La Maldición de Hill House del director Mike Flanagan quien poco después del estreno de la serie de streaming se encargaría de la adaptación cinematográfica de la secuela de El Resplandor: Doctor Sleep.
De Hill House me sorprendieron varias cualidades positivas. Su técnica, su estilo narrativo, su construcción dramática y de personajes pero, especialmente, los ecos que hace del singular estilo de Stephen King. En específico, algunos ecos de It y, precisamente, de The Shining. Reconocibles, para el primero, por la estructura narrativa que vincula a adultos con su pasado y con lo vivido durante su condicionante infancia. Para el segundo, por el sutil modo en el que lo paranormal se entremezcla con los laberintos psicológicos a partir de una noción amplia de intuición.
Lo técnico podría describirse como la solidez de algunas secuencias de plano continuo y por la precisión con la que construye la atmósfera de la mansión Hill: lúgubre, oscura, siempre en el pasado (aún en el presente), sombría, imprevisible y viva en sus espacios que, con hábil pericia de su realizador, siempre encuentran la manera de preocuparnos por las pequeñas sombras, los pequeños objetos, las formas apenas visibles y, básicamente, todo lo que puede convertirse en un potencial susto inesperado.
Y justo ahí entra una de las mejores cualidades del estilo narrativo de Flanagan en esta serie que no depende del scare jump (el clásico susto estridente y repetitivo). Aunque en varias ocasiones lo usa, la construcción con la que Flanagan llega a esos momentos de susto no es para nada habitual. Primero, porque privilegia la narrativa dramática, es decir, privilegia la construcción de su historia y las psicologías de sus personajes y, segundo, porque logra escabullirse de maneras imprevistas, posicionándose justo donde no se espera, justo un paso antes de donde usualmente se dan los sustos de las películas de terror convencionales.
Por su parte, el terror narrativo o psicológico se convierte en una tensión familiar espesa que elabora el suspenso de la trama central del show que, al final, resuelve de manera adecuada y refiguradora. Satisfactoria. No es un terror opresivo y omnipresente, pues se cuelan incluso algunos momentos con claro sentido del humor. Es un terror narrativo dramático. Disuelto en el episodio traumático que vincula a los hermanos Crain a un verano de su infancia en una hambrienta, paranormal, misteriosa, inhabitable y vieja mansión.
Ese es, quizá, uno de los puntos menos convencionales del terror de Flanagan en este trabajo: el tiempo que se da para desarrollar a cada uno de sus personajes y explicarnos su papel específico dentro de la familia Crain y, más interesante aún, dentro del misterioso y extrahumano episodio medular de su trama. Episodio que nos irá dejando entrever, paso a paso, desde las interacciones de cada uno de los hermanos Crain, sus singulares puntos de vista y las cualidades perceptivas que cada uno desarrolla de manera independiente.
De este modo, el terror se presenta de manera creciente durante los diez episodios de la primera historia de esta antología. Creciendo a la par de su estructura dramática. La estructura de una familia fragmentada, separada, dispersa, contrapuesta. La historia de siete individuos, cinco niños y sus padres, que, a pesar de los años, se encuentran vinculados a un lugar. A un espacio compartido. A una historia común. A la tragedia compartida.
Así, se representará un trauma familiar en las consecuencias de cada uno de sus miembros: el escepticismo contra cualquier cosa más allá de la evidencia empírica, la necesidad de controlar cada detalle de la propia vida y la de los propios, la hipersensibilidad convertida en apatía y anestesia elegida, la sensibilidad de lo paranormal acallada por la anestesia de las drogas y la depresión autoaniquiladora como respuesta al desconsuelo de la pérdida. La dificultad para hallar sentido ante la tragedia. La imposibilidad de encontrar paz personal en una vida marcada por el suicidio y la muerte repentina.
Desde ahí, entonces, La Maldición de Hill House nos propondrá una reflexión sobre el miedo, sobre su raíz en el trauma (en el trauma infantil en este caso) y sobre el océano de nada en el que puede convertirse cuando nos permitimos abrazarnos por él. Extinguirnos bajo su incesante presencia. Bajo la imagen de nuestra propia muerte anunciada por un espectro que no somos capaces de descifrar hasta que nos tiene al borde del precipicio.
“Océano de nada” como se le llama durante la serie a la radical entrega al dolor, a la pena, a la tristeza, a la depresión. Vacío puro. Vacío homicida. Vacío suicida. Océano de nada creado por la apatía, por la soledad, por la subjetivación absoluta. Océano de nada creado por la aversión al dolor. Por la distancia creada entre familiares para evitar revivir las penas compartidas. Distancia que cobrará factura carcomiendo a cada uno de sus participantes. Distancia creada por no enfrentar juntos al miedo que se comparte; al dolor que construye la historia compartida que hace familia a cualquier familia.
En consecuencia, nos dirá la propia historia de Hill House, nos queda sólo una alternativa: reconocer nuestro dolor. Reconocer el trauma. Volver a casa, es decir, volver a nuestro propio interior, a nuestra intimidad, conscientes de lo que la construye. Sabiendo que ningún episodio la determina plenamente. Sabiendo que ninguna cicatriz cerrará realmente por completo. Plantándole cara al dolor compartido; convirtiéndolo en amor.
Porque tanto el amor, como el miedo que compromete nuestra intimidad se erigen como disruptores de cualquier lógica y como renuncias voluntarias ante patrones razonables y racionales. Porque sólo así podemos romper con los muros que levantamos para ocultar nuestra intimidad y vulnerabilidad. Derribar los muros que ponemos ante la gente que nos ama y que queremos amar. Porque lo único que nos queda ante el trauma es decidir si nos atreveremos a vivir un amor que acepta y enfrenta los componentes de dolor que lo preceden, por irracional que suene, o si preferimos ahogarnos en el océano de nada que alimenta el miedo.
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