Corderhija
Opinión miércoles 27, Abr 2022Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
- La película islandesa “Lamb “nos hace reflexionar sobre el insistente capricho de humanizar animales
A pesar de haberse coronado con el Premio por Originalidad de la sección Un Certain Regard del Festival de Cine de Cannes de 2021; contar con críticas especializadas “favorables en lo general”; y tener como apoyo de distribución a la productora A24 —reconocida por su impulso a proyectos de alta calidad y singular propuesta—; la película islandesa Lamb del debutante director Valdimar Jóhannsson se ha topado con una aceptación dividida por parte del público general que, en la mayoría de los casos, señala la extrañeza de la cinta, un cierto desarrollo confuso de su argumento y, más que todo, una profunda ambigüedad en lo que toca a sus puntos centrales.
Por motivos mercadológicos, el film fue promocionado como parte del género de terror; sin embargo, su tono está lejos de lo que se podría esperar, a primera impresión, de una descripción así. La cinta es, más bien, un despliegue de misterio, tensión emocional y horror relativo —es decir, de la presencia de emociones intensas y angustiantes que no alcanzan una categoría propiamente terrorífica.
Su premisa se sitúa en el rubro de las películas que retan la lógica y el sentido común: cuenta la historia de una pareja de granjeros viviendo en las remotas faldas de las campiñas islandesas y que se dedican a la crianza de ovejas domésticas. Un día, una de sus ovinas da a luz a una corderita fuera de lo ordinario: una cría mitad oveja mitad humana. En adelante, la pareja tomará al pequeño animalito como propio y lo criará como si fuera su propia hija.
Este punto de partida argumental sirve para que Lamb nos revele la decisión de María y Pétur como una consecuencia de su pérdida de una hija, misma que, ahora, intentan sustituir con la criatura fantástica que ha nacido en su granja. Sirve para construir la tensión sobre la que girará su estructura de fábula oscura o cuento de hadas siniestro. Y ha servido para desatar amplias discusiones sobre lo que esta trama representa.
Los creadores de Lamb se han atenido a decir que la película significa lo que “los espectadores quieran que signifique”, lo cual hace que algunos reclamen una falta de compromiso artístico por parte de los cineastas. Para otros, empero, ha sido el principio de múltiples lecturas posibles. Por ejemplo, que la manera en que María arrebata una cría a una inocente oveja para después tener que lidiar con las consecuencias adversas de sus actos es un comentario frente a la “moda” que vio el Hollywood de los 2000s con estrellas —blancas, millonarias y privilegiadas— adoptando niños de regiones marginadas del mundo y de orígenes raciales menos favorecidos —i.e., niños de orígenes africanos, asiáticos, latinoamericanos, etcétera.
Con todo, los creadores del proyecto han sostenido que “sus interpretaciones personales” tratan, más bien, de acercar esta historia al particular folklor islandés. A las historias aleccionadoras de horror y terror que se cuentan desde que ellos son pequeños o, incluso, a las leyendas que contaban sus abuelos. En resumen, para los creadores de Lamb, en esta película: “María toma algo que no le pertenece porque necesita sanar [emocionalmente] […] Y si cruzas esa línea y tomas algo que no te pertenece, la naturaleza te lo cobrará. Ella vengará [ese despojo] y vendrá por ti”, explica Noomi Rapace, protagonista y productora del film.
Así, la cinta rescata la cara horrorífica de una observación que las sabidurías antiguas de folklores autóctonos de diversos lugares del mundo comparten: la conciencia de que la naturaleza es un ente vivo con el que convivimos y no un objeto —una colección de “materias primas” o “recursos naturales”— sobre el que tenemos el derecho de explotación y dominación. Que la naturaleza es un conjunto de seres vivientes que comparten con nosotros una dignidad elemental que debemos aprender a respetar y preservar. De lo contrario, a su manera, este mismo conjunto de seres vivientes devolverá los efectos de nuestra ruptura con su armonía y su equilibrio con consecuencias que serán invencibles para nosotros —catástrofes naturales, fenómenos meteorológicos y hasta virus letales; podríamos imaginar.
Aportando una lectura más —que no busco sostener como veraz e incuestionable si no, a lo más, como sugerente—, diré que a mí la película de Jóhannsson me hizo pensar en el fenómeno de la humanización de las mascotas domésticas o, como el mundo de las redes sociales lo llama con toques de ternura, aprobación y un ligero tono sarcástico, la cultura de los perrhijos, gathijos y otras mascotas convertidas en apoyos emocionales, miembros anómalos de la familia o sustitutos animales de roles humanos —ya sea por ausencia, carencia o inaccesibilidad.
En mi experiencia las mascotas bienqueridas encuentran siempre la forma de ganarse su legítimo lugar como miembros de la familia. Su simple compañía puede convertirse en la disolución de ansiedades, depresiones y preocupaciones. Pueden convertirse en maestros de paciencia, amor, fidelidad y lealtad. Pueden convertirse en medios de vinculación entre personas. Pueden convertirse en motivación e inspiración —artística, psicológica, anímica, personal y hasta espiritual.
Pero luego está otro fenómeno que arrastra un hedor a vendimia, en el mejor de los casos, y que, quizá, raya en la proyección malsana de frustraciones humanas sobre un animal: la humanización de las mascotas. La necesidad de tratar a los animales como si fueran seres humanos. La velada violencia de imponer categorías, regímenes y necesidades humanas a seres vivos que cargan consigo una serie de requerimientos no humanos, que son, ellos mismo, una naturaleza que tiene necesidades y detonantes que no son humanos.
Con las adversidades que pinta el mundo en el que vivimos, las parejas jóvenes tienden, cada vez menos, a tener hijos. Esto se argumenta con expresiones como: “porque no quiero traer a este mundo desesperanzado a alguien que sólo va a ver más decadencia en su futuro” o “porque no quiero traer al mundo a alguien a quien no me siento en plenas capacidades emocionales, económicas y contextuales de criar como una persona feliz”.
Curiosamente a esta tendencia le ha acompañado a la par la cultura de los perrhijos, los gathijos y las mascothijas. La tendencia de comprar o adoptar animales domésticos como una especie de “sustitutos” que llenan u ocupan el espacio de hijos, proyectos comunes o proyectos de vida. La tendencia, casi como consecuencia, de atribuirle e imponerle a estos seres vivos características, dinámicas y actividades humanas. Bajo una actitud no necesariamente respetuosa de su animalidad, de su voz biológica, de su naturaleza ajena a la de nosotros (humanos).
El riesgo de que queriendo compensar necesidades humanas, una vez más, trastoquemos la naturaleza animal de nuestras mascotas —cuya domesticación es ya una señal de imposición humana. Que en vez de buscar un bienestar relativo para estos seres que aseguramos amar tanto, busquemos, simplemente, la satisfacción de nuestras necesidades afectivas a través de un ser vivo que no habla. Un ser vivo que jamás nos va a expresar sus inquietudes, un ser vivo que nunca nos va a llevar la contraria. El riesgo de ocultar, en el amor por nuestras mascotas, una profunda expresión del egoísmo.
Y en este punto vale la pena volver a la lectura de Rapace sobre la película que protagoniza, Lamb. Vale la pena pensar en la advertencia recurrente de los folklores autóctonos nórdicos, latinoamericanos y de prácticamente cualquier región del mundo: que la naturaleza encuentra la manera de devolverte el daño que le provocas.
Por supuesto, las mascotas pueden ser miembros de nuestras familias. Son, en mi opinión personal, un miembro casi tan elemental como cualquiera de los que se sienta a la mesa conmigo en una fecha importante o en una simple reunión dominical. Son el consuelo sin palabras, el amor sin abrazos, la vitalidad sin manos, la alegría sin risas, la felicidad sin vítores, la lealtad sin restricciones.
Pero nosotros rompemos con la belleza de esa armonía y ese equilibrio con nuestra incontrolable necesidad egótica de sobrehumanizar todo. De querer que todo siga las reglas de lo que creemos por conocido. De que un ser vivo, interpretado como objeto, llene mis necesidades afectivas, sane mis pesares o complete mis carencias emocionales.
La naturaleza siempre encontrará la manera de devolvernos el daño que le provoquemos y tiene la mano ganadora ante las múltiples maneras en que los seres humanos somos animales defectuosos y frágiles —sin garras, sin agallas, sin pelajes, sin alas, con instintos mínimos para la supervivencia salvaje.
Yo, junto con los folklores antiguos, sólo me pregunto ¿cuáles serán las maneras en las que nosotros la dañamos con nuestro insistente capricho de humanizar animales? ¿de qué manera aquello que hemos sublimado satíricamente en la cultura de las mascothijas vendrá a cobrarnos la factura en el futuro?¿qué tan lejos es válido que extendamos nuestros ímpetus humanizantes sobre el mundo con el que convivimos?¿será que lo que nos hace falta es aprender a amar más a la naturaleza en los términos de la naturaleza misma?
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