Cuando el monstruo es el Estado
Opinión miércoles 26, Oct 2022Filosofía Millennial
H. R. Aquino Cruz
Como mera coincidencia o como un testimonio de cierto gusto personal, los textos que he escrito recientemente han reflexionado sobre monstruos de la vida real, monstruos de la ficción, crímenes reales y abogados-sofistas. Ahora, encuentro una oportunidad para articular estas ideas previas a propósito de la aclamada producción argentina-estadounidense, Argentina, 1985 del cineasta sudamericano Santiago Mitre.
La película estrenada como competidora al León de Oro en el pasado Festival Internacional de Cine de Venecia y ganadora del Premio del Público en el pasado Festival Internacional de Cine de San Sebastián se inscribe en el género del drama histórico, político y legal para relatar uno de los juicios más emblemáticos de la Historia reciente: el llamado Juicio a las Juntas Militares en Argentina en el que un tribunal civil se encargó de impartir justicia en favor del pueblo en contra de la dictadura militar instaurada por Jorge Rafael Videla a través de un golpe de Estado; en específico, el juicio encargado de juzgar al golpista y su equipo de trabajo debido a los múltiples abusos, asesinatos, desapariciones y violaciones a los derechos humanos cometidas bajo su mandato por medio de un ejercicio sistemático del poder coercitivo del Estado.
Co-escrita por Mitre y su recurrente colaborador Mariano Llinás —también destacado cineasta—, Argentina ,1985 se encarga de adaptar una significativa historia de la impartición de justicia a nivel global dentro de una estructura modélica de un reconocible género legal. El resultado es una película que transcurre con cadencia y que no resulta retadora para el espectador; una película que sigue las convenciones de un género narrativo más que conocido pero que, en este gesto, sienta las bases para su mayor virtud: hablar de la hazaña humana de uno de los pocos gobiernos en el mundo que se atrevió a juzgar y sentenciar a sus dictadores militares.
En la Historia Latinoamericana del siglo XX, una marcada herida característica de las democracias contemporáneas han sido sus antecedentes tiránicos y dictatoriales. Dictadores que, en su momento, se opusieron tajantemente a los nuevos discursos políticos que se fraguaban en la intelectualidad social y que, como respuesta, se asentaron sobre la represión fáctica y despiadada. Existieron, también, los totalitarismos opuestos, defensores de otro modo de gobernar y otro modo de construir política; a aquellos, sin embargo, también le sobrevinieron sus tragedias: económicas, anímicas, de calidad de vida, humanitarias. Un caso más, arguyen algunos, lo constituyen los países que vivieron la represión sin dictador, o bien, los que encontraron en los colores de un partido político el nombre y apellidos mutables de su tirano; “la dictadura perfecta”, le llamaron.
En la Historia Latinoamericana del siglo XX, en consecuencia, se establecieron las bases de un modo de contar nuestra historia regional: la historia de la política, la sociedad y la justicia coaccionadas por los poderes fácticos de la violencia. Bases que —cabría decir— establecieron una estructura a la que, en nuestro siglo, se le rellenaría con las mismas atrocidades sólo que perpetradas por otros —criminales— o, en los peores casos, por los mismos más otros —criminales y Estado en contubernio.
En el caso específico de Argentina en el gobierno de Videla, este abuso de poder tomó la cara de la desaparición forzada de civiles, de interrogatorios ilegales y clandestinos que servían de pretexto para cometer toda clase de crímenes de lesa humanidad. Una represión sistemática perpetrada por las manos de un ejército al que se le extienderon sus funciones más allá de los límites propios de su labor —un ejército transformado en guardia civil que más temprano que tarde comete abusos con el nuevo poder adquirido.
Es ahí, entonces, que reluce con mayor fuerza el trabajo de Mitre y Llinás y donde destaca ejemplarmente el esfuerzo del pueblo argentino por juzgar a sus represores. Porque la potencia de Argentina, 1985 impacta al espectador desde la mera premisa: la historia de una dictadura —como la que nos ha tocado vivir a todos en nuestros propios países— enfrentada a un pueblo que reclama no venganza, no retribuciones; Justicia.
El medio para contar esta historia será ingenioso y, a la vez, simpático. El hilo conductor será el fiscal encargado de llevar a cabo las acusaciones pertinentes en un caso de esta índole. El hilo conductor será el abogado Julio Strassera —interpretado por el infalible actor argentino Ricardo Darín.
Strassera, un funcionario de antaño de los tribunales argentinos que con el Juicio a las Juntas se ve enfrentado al “juicio más importante de la Historia después de los Juicios de Núremberg” —los juicios de las naciones aliadas a los funcionarios del nacionalsocialismo alemán de la Segunda Guerra Mundial—; un padre de familia “cagado de las patas” —como se confesará— por las represalias que un juicio de esa envergadura podrían tener para su familia, más en tiempos de nueva democracia, más contra un poder militar dictatorial, más en un clima de desapariciones y asesinatos impunes; un abogado trascendiendo el vicio defectuoso del abogado-sofista para representar con valentía la búsqueda de la verdad jurídica y la ejecución jurídica de la moral.
Argentina, 1985 teñirá con los singulares colores idealizadores de la ficción una hazaña jurídica de la vida real. Acentuará, con la contundencia que sólo el cine alcanza, los valores positivos de una tragedia nacional. Dará una voz franca y conmovedora a las víctimas del infierno de la militarización. Subrayará la importancia de las juventudes, la necesidad de un mundo distinto construido por una sociedad colaborando y la urgencia de una memoria histórica consciente que se cristaliza en un simple pero revulsivo “¡nunca más!”.
Las pocas veces que el cine latinoamericano se atreve a hablar de sus monstruos reales, sus monstruos de la historia oficial, lo hace emparentado al mundo del horror y el terror —aunque esa no sea su primera intención o aunque lo haga desde otros géneros narrativos. Así lo hizo, por ejemplo, Jayro Bustamante con su La Llorona a propósito del juicio al genocidio maya perpetrado por el presidente Efraín Ríos Montt en Guatemala.
Quizá porque los tiranos de esta índole, los dictadores, los abusadores del poder de Estado, no pueden ser representados de otra manera —aún cuando se les reconstruya desde la mejor obejtividad documental o desde una rigurosidad histórica. Quizá porque en nada difieren estos monstruos abstractos con nombre de funcionarios de los monstruos brutales y concretos que empuñan un arma o que desatan su violencia para aniquilar a otros. Quizá porque es peor jurar proteger a una nación para después mancillarla que simplemente ser un demente sin esperanza de redención. Quizá porque no hay nada más reprensible que cuando el monstruo es el Estado.
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