México necesita mujeres como La Bandida
¬ Francisco Reynoso martes 15, Ago 2023Triple Erre
Francisco Reynoso
La puesta en escena de La Casa de la Bandida, tres corcholatas, un colado y los que se apunten permitió a los miles de asistentes al teatro Gran Recinto, en su primera temporada, y al teatro Centenario Coyoacán, en la segunda, conocer, aunque de pasadita, a una mujer extraordinaria que sin leyes de paridad de género, construyó su propio destino, venció a las adversidades y escribió páginas muy importantes de la historia de México que permanecen invisibles por la mojigatería de gobiernos y gobernantes.
Marina Ahedo se llamó esta mujer. Luego, obligada por sus actividades, cambió su identidad. Quiso llamarse Graciela Olmos. El apodo de La Bandida fue el único patrimonio que le heredó su marido José Hernández, un dorado de Francisco Villa, muerto en la batalla de Celaya.
Graciela nació en la hacienda San Buenaventura, en Casas Grandes, Chihuahua. No era tan bella ni tenía el cuerpazo de Maricarmen de la Peña, quien la personificó en la obra de teatro. Empero era una mujer calzonuda. Y de carácter recio y audaz. Su actitud de permanente desafío a la vida era cautivadora; el mafioso Al Capone la admiró y respetó cuando juntos hicieron negocios en el contrabando de alcohol a Estados Unidos.
Tenía 12 años cuando, en 1907, la pandilla de Pancho Villa atacó la hacienda San Buenaventura. El Bandido participó en la matanza de su familia. Graciela y su hermano Benjamín huyeron y se refugiaron en un convento en Irapuato. Ahí estuvieron varios años. Benjamín se ordenó sacerdote.
Graciela se reencontró con José Hernández El Bandido tuvieron un romance que terminó en el altar de la iglesia. Semanas después, la División del Norte sufrió una derrota dolorosa en Celaya ante el Ejército Constitucionalista de Álvaro Obregón. Fue una carnicería. Miles de villistas murieron, entre ellos El Bandido.
Viuda y sin dinero, Graciela se unió a Los dorados de Pancho Villa. La tropa y las otras adelitas, sabiéndola mujer de José Hernández, la llamaron La Bandida. El sobrenombre se le quedó por el resto de su vida. Graciela Murió en 1962 y en su lápida se inscribió: Graciela Olmos, La Bandida.
La obra de teatro que escribió José Luis Montañez y en la que tuvieron actuaciones destacadas Libertad Palomo, David López, Martín Muñoz y el malito Jorge Ibarra, tuvo como objetivo principal homenajear a Carmen Salinas. Se cumplió con creces ese propósito. Y simultáneamente se hizo un público reconocimiento a otra mujerona olvidada por la historia: Graciela Olmos, La Bandida.
Como todas las adelitas de la Revolución, La Bandida anduvo rodando de aquí para allá y de allá para acá. El fin de la lucha armada la coge en Ciudad Juárez y opta por los negocios. Se inicia en el contrabando de alcohol hacia Estados Unidos, compra y vende alhajas robadas -se dice que estuvo vinculada con la banda del Automóvil gris– y administra casas de juego.
En 1923, luego del asesinato de Pancho Villa, cruza a Estados Unidos y en Chicago conoce a Al Capone a quien, en una noche de juerga, le canta algunas de las canciones que compuso: La Enramada, El Corrido de Durango y El siete leguas, inspirada en el caballo de Villa. Acosada por la policía gringa, La Bandida se corta el cabello, viste de hombre y con 46 mil dólares en el equipaje regresa a México, al desconocido, para ella, Distrito Federal.
Antes de reencontrarse con El Bandido en Irapuato, Graciela estuvo internada un tiempo en el colegio de monjas de Las Vizcaínas, en el centro histórico de la capital del país. Ahí conoció a Ruth Delorche e hicieron buenas migas. Al regresar de Estados Unidos la encuentra fuera del colegio, amante de un político de altos vuelos en el gobierno de Lázaro Cárdenas. Juntas abren un prostíbulo de postín: Las Mexicanitas.
Durante su sexenio, Cárdenas intentó imponer una cuarta transformación moral a los mexicanos y combatió con rigor casas de juego y prostíbulos. A La Bandida, para entonces ya muy bien relacionada con políticos del gobierno y la oposición, no la pudo doblegar. Optó el general Cárdenas por hacerse disimulado y permitir que La Bandida y sus “hijas”, como llamaba a sus pupilas, operaran en las habitaciones del Hotel Regis.
En 1940, Graciela abre la nueva casa de La Bandida en un palacete de la colonia Roma que le habría regalado Maximino Ávila Camacho, gobernador de Puebla y hermano del siguiente presidente de México.
No todas sus “hijas” acompañaron a Graciela a la apertura de la casa de Durango 247. Y es que muchas se casaron con políticos e intelectuales y se volvieron mujeres decentes y de la alta sociedad. La Bandida les dio su bendición y dijo: “Donde hay buenas putas, no hay hambre”.
En La Casa de La Bandida, bien dijo Maricarmen de la Peña en la introducción de la obra, se decidía el destino de México, se tomaban decisiones trascendentes para el país y los hombres más poderosos de la política y los negocios acudían en busca de consejos y ayuda de Graciela y para concertar acuerdos y pactos inconfesables.
Fueron clientes asiduos de La Bandida, políticos de altos vuelos, desde presidentes: Manuel Ávila Camacho, Adolfo López Mateos, hasta líderes sindicales: Fidel Velázquez, Fernando Amilpa; artistas: Pedro Infante, Benny Moré; intelectuales: José Vasconcelos, José Pagés, Carlos Fuentes, Octavio Paz, Renato Leduc; toreros: Lorenzo Garza, Luis Castro El Soldado, Silverio Pérez y Manolete.
La Bandida murió en 1962. Dios la tenga regenteando el prostíbulo del cielo.
La verdad es la verdad
y no admite otros datos